NEUROEDUCACIÓN (y III)

Los profesores mejorarán con la ayuda de los neuroeducadores

Por: Carlos Arroyo

http://blogs.elpais.com/ayuda-al-estudiante/2013/12/los-profesores-mejoraran-con-la-ayuda-de-los-neuroeducadores.html

AUTOR INVITADO: FRANCISCO MORA, catedrático de Fisiología Humana (Universidad Complutense) y catedrático adscrito de Fisiología Molecular y Biofísica (Universidad de Iowa, EEUU). Autor de Neurocultura (Alianza) y Neuroeducación (Alianza).

Hoy ya no es razonable albergar dudas objetivas sobre los progresos de la neurociencia, que permiten analizar en profundidad los componentes cerebrales y conductuales de la educación mencionados en los dos anteriores artículos, y que son la emoción, la curiosidad, la atención y la cognición. Conocerlos bien ayudará a enseñar y aprender mejor. Sin embargo, sobre todo entre los profesores, hay numerosas voces que consideran escasos los avances logrados para que todo esto pueda aplicarse de modo sistemático y aprovechar para hacer las cosas mejor en colegios e institutos. Y es que los profesores necesitan ayuda.

Reconociendo que hay un largo trecho entre los conocimientos que aporta la neurociencia actual y su aplicación directa en el aula, hay científicos que consideran prematuro intentar rellenar ese trecho, mientras que otros, por el contrario, piensan que ahora, precisamente ahora, es el mejor momento para hacerlo. En cualquier caso, en lo que sí parece haber un gran consenso es en la necesidad, cada vez más perentoria, de poner juntas neurociencia y educación.

Hasta hace muy poco, las teorías acerca de cómo se aprende se basaban, en su mayor parte, en observaciones de la conducta. Y es solo ahora cuando los educadores han comenzado a tomarse en serio el papel trascendental del cerebro en esos procesos de aprendizaje.

Los profesores se enfrentan a la necesidad de encontrar técnicas nuevas, capaces de suscitar, desde dentro y de una forma natural, sin exigencias, la atención de un niño normal ante lo que se le explica, o de dar la clase de una materia específica en el tiempo cerebral que un niño de una determinada edad necesita para mantener la atención. Y asimismo para ser capaces de detectar los diversos tipos de trastornos y síntomas sutiles que afectan al proceso normal de la educación y el aprendizaje.

Los profesores son muy conscientes de sus limitaciones a la hora de descubrir la mejor forma de enseñar a los niños superdotados, la mejor forma de encontrar vías que estimulen y despierten su interés, la mejor forma de aumentar su rendimiento mental sin que despierten antipatías alrededor, haciendo que se sientan bien y desarrollen talentos ejecutivos capaces de hacerles mejorar más aún cuando sean mayores, en el entorno profesional y social.

Los profesores necesitan encontrar la forma de hacer coherente todo eso con la individualidad de cada niño, siempre diferente a la de los demás. Pues bien, todo esto debe venir gracias a nuestro mejor conocimiento acerca de cómo funciona el cerebro, es decir, gracias a la neurociencia.

Pero la mayoría de los educadores está lejos de entender la jerga de los neurocientíficos y, en consecuencia, no suele captar con rigor la esencia de cuanto se puede extraer de esos nuevos conocimientos. Por ello se ha hablado de la necesidad de que esa transmisión de conocimientos del científico al profesor de cualquier disciplina (sea universitaria o profesional, pero alejada de la Neurociencia), sea asumida por profesionales intermedios que, conociendo bien la neurociencia, sean capaces de transmitir estos conocimientos.

Surge así la figura de un nuevo profesional que bien podría llamarse neuroeducador. Sería una persona entrenada con una perspectiva interdisciplinar, capaz de hacer de puente entre el conocimiento del cerebro y el funcionamiento práctico de los procesos de enseñanza y aprendizaje a cargo de los profesores, facilitando a estos últimos la comprensión de los avances de la neurociencia directamente aplicables al aula.

En el caso particular del colegio o el instituto, el neuroeducador sería además una figura complementaria a la del profesor, con capacidad para ayudar a los maestros a detectar qué niños padecen ciertos déficits, aunque fueran muy sutiles, para leer, escribir o aprender matemáticas (dislexias, discalculias, autismo, ansiedad…), pero también con una formación que le permitiera detectar capacidades superiores, extraordinarias o selectivas, a veces casi invisibles.

En este contexto, el neuroeducador sería también aquel profesional especialista capaz de leer y criticar correctamente los conocimientos básicos provenientes de la neurociencia, y con ello evaluar y criticar los programas (tantos y tantas veces plagados de errores neurocientíficos) que, con frecuencia, se ofrecen a los centros prometiéndoles falsos beneficios de la aplicación de la neurociencia en las aulas.

El neuroeducador debería ser alguien que entendiera bien no solo la rutina diaria de la enseñanza, sino que también fuera capaz de crear o ayudar a otros a crear programas nuevos o de investigación sobre cómo mejorar la enseñanza en las aulas basándonos en la práctica.

Ello requeriría de una formación muy especial, que incluyese conocimientos en educación, psicología, neuropsicología, neurología y medicina. El neuroeducador en el futuro, y por su repercusión social, y particularmente en los colegios, bien podría ser una profesión de alto calado. Una profesión que requerirá un entrenamiento constante y actualizado de los conocimientos que se alcanzan en las neurociencias y se proyecta sobre la educación. Son conocimientos especializados que ahora asoman de modo acelerado en las sociedades modernas.

Ahora mismo ya se vislumbra una convergencia de descubrimientos en psicología, neurociencia y robótica (robots con capacidad de aprender) que lleva a la idea de que pronto ocurrirán cambios profundos en las teorías educacionales actuales que alumbrarán nuevos diseños aplicables al medio ambiente en el que aprenden los niños.

Uno de ellos es la poderosa influencia de todo lo social como llave para aprender bien. Muchos especialistas se están preguntando ¿qué hace que la interacción social, emocional, a edades muy tempranas sea un catalizador tan poderoso para el aprendizaje? ¿Qué factores sociales son los elementos claves que podrían utilizarse para potenciar la curiosidad natural de los niños hacia la gente y las cosas que le rodean?

No sería difícil pergeñar los cursos requeridos para obtener esta especialización, en forma de diplomatura, o quizá en el futuro, en forma de grado de neuroeducador.

NEUROEDUCACIÓN (II)

La neuroeducación demuestra que emoción y conocimiento van juntos

Por: Carlos Arroyo

http://blogs.elpais.com/ayuda-al-estudiante/2013/12/la-neuroeducacion-demuestra-que-emocion-y-conocimiento-van-juntos.html

AUTOR INVITADO: FRANCISCO MORA, catedrático de Fisiología Humana (Universidad Complutense) y catedrático adscrito de Fisiología Molecular y Biofísica (Universidad de Iowa, EEUU). Autor de Neurocultura (Alianza) y Neuroeducación (Alianza).
La neuroeducación es una nueva visión de la enseñanza basada en el cerebro. Es una visión que ha nacido al amparo de esa revolución cultural que ha venido en llamarse neurocultura. La neuroeducación aprovecha los conocimientos sobre cómo funciona el cerebro integrados con la psicología, la sociología y la medicina, en un intento de mejorar y potenciar tanto los procesos de aprendizaje y memoria de los estudiantes, como los de enseñanza por parte de los profesores.

Como dije en el anterior artículo, en el corazón de este nuevo concepto está la emoción. Este ingrediente emocional es fundamental tanto para el que enseña como para el que aprende. No hay proceso de enseñanza verdadero si no se sostiene sobre esa columna de la emoción, en sus infinitas perspectivas.

La neurociencia enseña hoy que el binomio emoción-cognición es indisoluble, intrínseco al diseño anatómico y funcional del cerebro. Este diseño, labrado a lo largo de muchos millones de años de proceso evolutivo, nos indica que toda información sensorial, antes de ser procesada por la corteza cerebral en sus áreas de asociación (procesos mentales, cognitivos), pasa por el sistema límbico o cerebro emocional, en donde adquiere un tinte, un colorido emocional. Y es después, en esas áreas de asociación, en donde, en redes neuronales distribuidas, se crean los abstractos, las ideas, los elementos básicos del pensamiento.

De modo que el procesamiento cognitivo, por el que se crea pensamiento, ya se hace con esos elementos básicos (los abstractos) que poseen un significado, de placer o dolor, de bueno o de malo. De ahí lo intrínseco de la emoción en todo proceso racional, lo que implica aprender y memorizar.

Los seres humanos no somos seres racionales a secas, sino más bien seres primero emocionales y luego racionales. Y, además, sociales. La naturaleza humana se basa en una herencia escrita en códigos de nuestro cerebro profundo, y eso lo impregna todo, lo que incluye nuestra vida personal y social cotidiana y, como he señalado, nuestros pensamientos y razonamientos. Esa realidad se debe poner hoy encima de cualquier mesa de discusión sobre la educación del ser humano.

Es esta realidad la que nos lleva a entender que un enfoque emocional es nuclear para aprender y memorizar, y, desde luego, para enseñar. Y nos lleva a entender que lo que mejor se aprende es aquello que se ama, aquello que te dice algo, aquello que, de alguna manera, resuena y es consonante (es decir, vibra en la misma frecuencia) con lo que emocionalmente llevas dentro. Cuando tal cosa ocurre, sobre todo en el despertar del aprendizaje en los niños, sus ojos brillan, resplandecen, se llenan de alegría, de sentido, y eso les empuja a aprender.

Solo el que aprende bien sobrevive más y mejor. Seguir vivo en un mundo exigente (y el mundo vivo lo es), desde vivir en la selva hasta vivir en un mundo social duro y competitivo, requiere  aprender, y aprender bien. El que no es capaz de aprender suele vivir menos, ya lo hemos señalado. Y aprender requiere inexcusablemente basarse en la emoción.

Pero esa emoción en la enseñanza exige matices profundos cuando es aplicada al ser humano a lo largo de su arco vital. Aprender (y, por lo tanto, enseñar) no es lo mismo para un niño de 2 o 3 años, que, con enseñanzas ya regladas, para el niño de 6 años (cuando comienza con el tambor de las ideas en Primaria), el púber o el adolescente (que vive en un mundo cerebral convulso donde los haya), o bien el adulto joven, el adulto medio o el que atraviesa la ahora larga senescencia. Hoy habría que añadir el periodo prenatal y al perinatal (aquel que va desde la semana prenatal 32 hasta los 2 meses postnatales). Hoy la neuroeducación alcanza a todo ese amplio y, en el terreno específico de la educación, casi desconocido arco vital del ser humano.

 

Con todo lo que antecede, es claro, como ya he señalado, que lo que enciende el aprendizaje es la emoción y, en ella, la curiosidad y, luego, la atención. Pero la atención no se puede suscitar simplemente demandándola, ni la curiosidad tampoco. Hay que evocarlas desde dentro del que aprende.

 

Hoy comenzamos a saber que lo que llamamos curiosidad no es un fenómeno cerebral singular, sino que hay circuitos neuronales diferentes para curiosidades diferentes,y que no es lo mismo la curiosidad perceptual diversificada, aquella que despierta de modo común en todo el mundo cuando se ve algo extraño y nuevo, que aquella otra conocida como curiosidad espistémica, que es la que conduce a la búsqueda específica del conocimiento.

 

Y lo mismo podemos decir sobre la atención, cuyo sustrato cerebral nos lleva hoy a reconocer la existencia de muchas atenciones cerebrales. Atenciones que van desde la atención básica, tónica, que es la que todos tenemos cuando estamos despiertos, a aquellas otras de alerta, de foco preciso (ante un peligro), orientativa (buscar una cara entre cientos), ejecutiva (la del estudio), virtual (procesos creativos) o digital (utilizada en internet).

Y es claro, además, que todos estos procesos difieren en el niño y el adulto, y aun en el niño para cada edad. Claramente el tiempo atencional que precisa el niño no es el mismo que el requerido por el adulto para atender una percepción concreta simple o aprender un concepto abstracto altamente complejo. Precisamente, conocer los tiempos cerebrales que se necesitan para mantener la atención a cada edad o periodo de la vida puede ayudar a ajustar tiempos de atención reales durante el aprendizaje en clase de una manera eficiente. Y también conocer cómo estos tiempos pueden ser modificados.

 

Y lo mismo que el aprendizaje consiste en momentos seriados de asociaciones de fenómenos o conceptos que se repiten en ese juego mental de aciertos y errores, memorizar requiere también de repetición constante de lo ya aprendido. El maestro o el profesor universitario hoy comienzan a utilizar adecuadamente fórmulas que pueden ser enormemente útiles en esa memorización de lo aprendido.

 

Neuroeducación alcanza pues a todo el arco de la enseñanza, desde los niños de los primeros años a los estudiantes universitarios, o en la enseñanza de formación profesional o de empresa. Y, por supuesto, también a los maestros y los profesores, sobre la forma más eficiente de enseñar. La neuroeducación comienza a poner en perspectiva, más allá de los procesos cerebrales mencionados como la curiosidad y la atención, otros factores como la extracción social de la familia y la propia cultura como determinantes del aprendizaje.

 

Y, más allá, la neuroeducación intentar destruir los neuromitos (falsos conocimientos extraídos de la neurociencia) y conocer la influencia de los ritmos circadianos, el sueño y su poderosa influencia en el estudio, o factores tan importantes como la arquitectura del colegio, el ruido, la luz, la temperatura, los colores de las paredes o la orientación del aula.

 

Y también ayuda a hacerse preguntas como estas: ¿Por qué los niños están siempre preguntando?¿Se puede enseñar por igual a niños crecidos en culturas y de etnias diferentes? ¿Hay que ser de raza judía para ser académicamente brillante? ¿Por qué el ambiente familiar de estudio es tan determinante en las capacidades de aprender de los niños? ¿Se puede memorizar mejor durmiendo mejor? ¿Qué hace que se aprenda y memorice mejor si uno se equivoca más? ¿Por qué es más interesante una pregunta brillante que una contestación brillante? ¿Por qué hoy la letra con sangre ya no entra? ¿Es lo mismo enseñar arte o matemáticas, medicina o derecho, fontanería o filosofía? ¿Cómo enseñar que hay dos formas cerebrales de aprender matemáticas? ¿Podrán los nuevos ordenadores de alto procesamiento (relación y reconocimiento personal del estudiante) sustituir a la relación maestro-alumno?

 

De este modo y por este camino, la neuroeducación se adentra en el conocimiento de aquellos cimientos básicos de cómo aprender y memorizar, y cómo enseñar. Y cómo hacerlo mejor en todo el arco de adquisición del conocimiento y los múltiples ingredientes que lo constituyen. Dilucidando así los entresijos de la individualidad y las funciones sociales complejas, el rendimiento mental, el desafío cerebral de Internet y las redes sociales, o cómo llegar a ser un maestro o un profesor excelente. Añadiendo a ello la formación del pensamiento crítico y analítico, y, más allá, el pensamiento creativo. O evaluando en los primeros años a niños que sufren procesos cerebrales o psicológicos que dificultan el proceso normal de aprendizaje, para permitir así aplicar tratamientos tempranos muy eficaces.

 

La neuroeducación es, pues, un campo de la neurociencia nuevo, abierto, lleno de enormes posibilidades que eventualmente debe proporcionar herramientas útiles que ayuden a aprender y enseñar mejor, y alcanzar un conocimiento mejor en un mundo cada vez de más calado abstracto y simbólico y mayor complejidad social.

 

Facilitar todo esto requeriría la creación de una nueva figura profesional, aquella del neuroeducador, que analizaremos en un nuevo artículo la próxima semana.

NEUROEDUCACIÓN (I)

Los niños deben empezar a aprender en la naturaleza, no en el aula

Por: Carlos Arroyo

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AUTOR INVITADO: FRANCISCO MORA, catedrático de Fisiología Humana (Universidad Complutense) y catedrático adscrito de Fisiología Molecular y Biofísica (Universidad de Iowa, EEUU). Autor de Neurocultura (Alianza) y Neuroeducación (Alianza).

En el mismo momento de nacer ya estamos aprendiendo. Aprender es un proceso innato y consustancial para mantener la vida. Es imprescindible para que la especie sobreviva. Es la necesidad más vieja del mundo: como comer, beber o reproducirse. Cualquier individuo biológico que no pudiera aprender, o que aprendiera mal, perecería pronto, como perecería quien no comiera ni bebiera. La vida no sería viable sin el aprendizaje.

La maquinaria molecular del proceso de aprendizaje se pierde en los arcanos del tiempo: ya existía en los seres unicelulares, hace al menos 3.000 millones de años. Aprender conlleva un proceso molecular que se ha ido elaborando y haciéndose más complejo con la aparición del sistema nervioso, comenzando con los invertebrados. Un caracol, por ejemplo, posee una poderosa maquinaria neuronal con la que aprende a distinguir en su entorno lo que es bueno (un trozo de comida) de lo que es malo (cualquier sustancia tóxica).

El cerebro de los mamíferos, y entre ellos el ser humano, posee un diseño orquestado por códigos heredados a lo largo del proceso evolutivo que empujan a todos los seres vivos a aprender de modo espontáneo. Códigos que vienen impresos en el programa genético de cada especie. Al nacer, el de aprendizaje es el primer mecanismo cerebral que se activa. Es el mecanismo responsable de la adaptación al medio ambiente y la supervivencia.

Todos hemos visto en televisión cómo la gacela recién nacida intenta ponerse de pie en solo unos minutos, y lo hace aprendiendo de la realidad del mundo que pisa. El contacto directo con el mundo físico es absolutamente imprescindible para que los códigos genéticos se enciendan y, con ello, la maquinaria del aprendizaje. Se aprende aprendiendo: una vez puesta de pie, la gacela aprende que no debe correr por la pradera, expuesta a depredadores, y lo hace muy pegada a su madre, porque ya ha aprendido, rapidísimamente, que esta la protegerá. Eso es aprendizaje, y los mecanismos que lo sostienen son los códigos sagrados de la existencia biológica, que digámoslo una vez más, son los que mantienen la supervivencia.

El aprendizaje del ser humano no es, en su esencia, muy diferente del que acabo de describir. En sus primeros años, el ser humano también debiera aprender cómo es el mundo de modo directo en la naturaleza, y no en las aulas. Es cierto que, a diferencia de la gacela, el aprendizaje del ser humano requiere un proceso activo por parte de los demás.

 

Por ejemplo, al niño de 2 o 3 años, ahora que nos estamos dando cuenta de la envergadura y trascendencia que tiene la educación en esas edades, no se le debería enseñar qué es una flor más que en el campo, haciendo que el niño observe la flor en el contexto de las demás flores y hojas y ramas, y mirándola de forma aislada o en el conjunto de otras flores. Y que pueda coger la flor, tocarla y olerla, y arrancar los pétalos y hacerlo tanto con una flor tersa, acharolada y reluciente, como con aquella que pierde su brillo y fulgor, y aun lo que queda, ya seco, de aquella misma flor. Y así, con las hojas y las ramas de los árboles. Y como en este ejemplo, todo el aprendizaje del mundo sensorio-motor del niño de esta edad debería ser extraído más de la realidad, en directo, y menos de las fotografías, los vídeos o los libros, encerrado entre las cuatro paredes de una guardería.

 

Solo así, de manera natural, no lo olvidará nunca y, además, con ello construirá los elementos sensoriales sólidos con los que luego creará los abstractos y las ideas, que son los átomos del pensamiento. Solo aprendiendo bien los concretos perceptivos se pueden aprender bien después esos abstractos que, engarzados en hilos de tiempo, constituyen el razonamiento humano.

 

Pues bien, todo esto viene orquestado por la emoción, por el cerebro emocional. Todo cuanto hay en el mundo, si resulta nuevo, diferente y sobresale de la monotonía, despierta la curiosidad, uno de los ingredientes básicos de la emoción. La curiosidad es la llave que abre la ventana de la atención y con ella se ponen en marcha los mecanismos neuronales con los que se aprende y se memoriza.

Es decir, el encendido de la emoción por lo que se ve, se oye o se toca es el núcleo central de todo aprendizaje, sea a edades muy tempranas, como las que acabo de mencionar, sea a cualquiera de las edades por las que transcurre el arco vital del ser humano, incluido el propio proceso de envejecimiento. Nadie puede aprender nada a menos que aquello que vaya a aprender le motive, le diga algo, posea algún significado que le encienda emocionalmente.

 

La curiosidad precede a la atención. La atención nace de algo que puede significar recompensa (placer) o castigo (peligro) y que por tanto tiene que ver, lo digo una vez más, con la supervivencia del individuo. La atención es como un foco de luz que ilumina lo que hay delante de nosotros y lo distingue, lo diseca de todo lo demás. Fuera de ese foco queda la penumbra, y en ella apenas si se puede discriminar algo. Es con esa luz como se ponen en marcha los mecanismos neuronales del aprendizaje y la memoria. Y es con ello como se crea el conocimiento.

 

Hoy la neurociencia comienza a conocer los ingredientes de esos procesos que son la emoción, curiosidad, atención, percepción y conciencia, aprendizaje y memoria, y toda otra serie de añadidos fisiológicos importantes para ese aprendizaje, como son el sueño, los ritmos circadianos y tantos otros. Y a partir de la neurociencia, empieza a tomar cuerpo la neuroeducación, que analizaremos en la continuación de este artículo, la próxima semana.

 

 

NOTA SOBRE EL AUTOR INVITADO

 

Francisco Mora es catedrático de Fisiología Humana (Universidad Complutense) y catedrático adscrito de Fisiología Molecular y Biofísica (Universidad de Iowa, EEUU). Se doctoró en Medicina en la Universidad de Granada y en Neurociencias en la Universidad de Oxford.