Los niños deben empezar a aprender en la naturaleza, no en el aula

Por: Carlos Arroyo

http://blogs.elpais.com/ayuda-al-estudiante/2013/12/los-ni%C3%B1os-deben-empezar-a-aprenden-en-la-naturaleza-no-en-el-aula.html

AUTOR INVITADO: FRANCISCO MORA, catedrático de Fisiología Humana (Universidad Complutense) y catedrático adscrito de Fisiología Molecular y Biofísica (Universidad de Iowa, EEUU). Autor de Neurocultura (Alianza) y Neuroeducación (Alianza).

En el mismo momento de nacer ya estamos aprendiendo. Aprender es un proceso innato y consustancial para mantener la vida. Es imprescindible para que la especie sobreviva. Es la necesidad más vieja del mundo: como comer, beber o reproducirse. Cualquier individuo biológico que no pudiera aprender, o que aprendiera mal, perecería pronto, como perecería quien no comiera ni bebiera. La vida no sería viable sin el aprendizaje.

La maquinaria molecular del proceso de aprendizaje se pierde en los arcanos del tiempo: ya existía en los seres unicelulares, hace al menos 3.000 millones de años. Aprender conlleva un proceso molecular que se ha ido elaborando y haciéndose más complejo con la aparición del sistema nervioso, comenzando con los invertebrados. Un caracol, por ejemplo, posee una poderosa maquinaria neuronal con la que aprende a distinguir en su entorno lo que es bueno (un trozo de comida) de lo que es malo (cualquier sustancia tóxica).

El cerebro de los mamíferos, y entre ellos el ser humano, posee un diseño orquestado por códigos heredados a lo largo del proceso evolutivo que empujan a todos los seres vivos a aprender de modo espontáneo. Códigos que vienen impresos en el programa genético de cada especie. Al nacer, el de aprendizaje es el primer mecanismo cerebral que se activa. Es el mecanismo responsable de la adaptación al medio ambiente y la supervivencia.

Todos hemos visto en televisión cómo la gacela recién nacida intenta ponerse de pie en solo unos minutos, y lo hace aprendiendo de la realidad del mundo que pisa. El contacto directo con el mundo físico es absolutamente imprescindible para que los códigos genéticos se enciendan y, con ello, la maquinaria del aprendizaje. Se aprende aprendiendo: una vez puesta de pie, la gacela aprende que no debe correr por la pradera, expuesta a depredadores, y lo hace muy pegada a su madre, porque ya ha aprendido, rapidísimamente, que esta la protegerá. Eso es aprendizaje, y los mecanismos que lo sostienen son los códigos sagrados de la existencia biológica, que digámoslo una vez más, son los que mantienen la supervivencia.

El aprendizaje del ser humano no es, en su esencia, muy diferente del que acabo de describir. En sus primeros años, el ser humano también debiera aprender cómo es el mundo de modo directo en la naturaleza, y no en las aulas. Es cierto que, a diferencia de la gacela, el aprendizaje del ser humano requiere un proceso activo por parte de los demás.

 

Por ejemplo, al niño de 2 o 3 años, ahora que nos estamos dando cuenta de la envergadura y trascendencia que tiene la educación en esas edades, no se le debería enseñar qué es una flor más que en el campo, haciendo que el niño observe la flor en el contexto de las demás flores y hojas y ramas, y mirándola de forma aislada o en el conjunto de otras flores. Y que pueda coger la flor, tocarla y olerla, y arrancar los pétalos y hacerlo tanto con una flor tersa, acharolada y reluciente, como con aquella que pierde su brillo y fulgor, y aun lo que queda, ya seco, de aquella misma flor. Y así, con las hojas y las ramas de los árboles. Y como en este ejemplo, todo el aprendizaje del mundo sensorio-motor del niño de esta edad debería ser extraído más de la realidad, en directo, y menos de las fotografías, los vídeos o los libros, encerrado entre las cuatro paredes de una guardería.

 

Solo así, de manera natural, no lo olvidará nunca y, además, con ello construirá los elementos sensoriales sólidos con los que luego creará los abstractos y las ideas, que son los átomos del pensamiento. Solo aprendiendo bien los concretos perceptivos se pueden aprender bien después esos abstractos que, engarzados en hilos de tiempo, constituyen el razonamiento humano.

 

Pues bien, todo esto viene orquestado por la emoción, por el cerebro emocional. Todo cuanto hay en el mundo, si resulta nuevo, diferente y sobresale de la monotonía, despierta la curiosidad, uno de los ingredientes básicos de la emoción. La curiosidad es la llave que abre la ventana de la atención y con ella se ponen en marcha los mecanismos neuronales con los que se aprende y se memoriza.

Es decir, el encendido de la emoción por lo que se ve, se oye o se toca es el núcleo central de todo aprendizaje, sea a edades muy tempranas, como las que acabo de mencionar, sea a cualquiera de las edades por las que transcurre el arco vital del ser humano, incluido el propio proceso de envejecimiento. Nadie puede aprender nada a menos que aquello que vaya a aprender le motive, le diga algo, posea algún significado que le encienda emocionalmente.

 

La curiosidad precede a la atención. La atención nace de algo que puede significar recompensa (placer) o castigo (peligro) y que por tanto tiene que ver, lo digo una vez más, con la supervivencia del individuo. La atención es como un foco de luz que ilumina lo que hay delante de nosotros y lo distingue, lo diseca de todo lo demás. Fuera de ese foco queda la penumbra, y en ella apenas si se puede discriminar algo. Es con esa luz como se ponen en marcha los mecanismos neuronales del aprendizaje y la memoria. Y es con ello como se crea el conocimiento.

 

Hoy la neurociencia comienza a conocer los ingredientes de esos procesos que son la emoción, curiosidad, atención, percepción y conciencia, aprendizaje y memoria, y toda otra serie de añadidos fisiológicos importantes para ese aprendizaje, como son el sueño, los ritmos circadianos y tantos otros. Y a partir de la neurociencia, empieza a tomar cuerpo la neuroeducación, que analizaremos en la continuación de este artículo, la próxima semana.

 

 

NOTA SOBRE EL AUTOR INVITADO

 

Francisco Mora es catedrático de Fisiología Humana (Universidad Complutense) y catedrático adscrito de Fisiología Molecular y Biofísica (Universidad de Iowa, EEUU). Se doctoró en Medicina en la Universidad de Granada y en Neurociencias en la Universidad de Oxford.